Carta al Hiperespacio
- BYMCOMUNICACION ILLY
- 20 jun
- 4 Min. de lectura
Pláticas de café por: Lisi Esnaurrízar
Una historia sobre amor, tiempo y partículas que lloran luz.
La hice yo: la sonda. Empecé a construirla allá por 2005, y después de veinte años veinte años - veinte años de obsesión, de cálculos imposibles y esperanza testaruda - lo conseguí. Un aparato capaz de colarse entre los pliegues del hiperespacio, de enviar un mensaje alli donde ni la luz se atreve a quedarse. No era solo tecnología... era un artefacto que nació del dolor y del amor, una promesa hecha tuerca a tuerca.
Lo hice para ti, papá.
La Agencia Cuántica nos aseguró, a mamá y a mí, que habías muerto. Que tu nave, la Omega-7, se perdió en un entrelazamiento temporal irreversible, como si el tiempo hubiera formado un nudo imposible que devoró todo lo que contenía.
Pero yo no les creí. No podía. Porque, de vez en cuando sin fecha fija, sin remitente, ni rastro físico - tus cartas seguían llegando. Simplemente aparecían en casa. Como si el universo, de alguna manera, supiera cuándo necesitaba tu voz. Leer tu voz. Así se sentían: como si las letras hablaran.

No eran cartas comunes. La textura del papel era la de una promesa: como un sueño atrapado en un cristal cuántico, tangible e imposible a la vez. Las vetas vibraban al tacto, como si guardaran energía dormida. La tinta, no era negra ni azul, cambiaba de color según la iluminación, como el reflejo de una galaxia vista desde un prisma.
A veces olían a ozono, a campo estelar, a un aire que nunca había sido respirado en la Tierra. Otras veces, el sobre que brillaba en un color sin nombre aparecía tibio, en el buzón, como si lo hubiese dejado una mano aún viva. Nada que ver con el resto del correo: facturas y notificaciones grises, esos papeles que no dicen nada, aunque digan todo.
Mamá las tocaba con una mezcla de miedo y mucha fe.
La Agencia Cuántica, se limitó a teorizar: que, si aún estabas vivo, tus mensajes sufrían una transformación al cruzar dimensiones. Que, al parecer, se adaptaban a nuestra atmósfera para no desintegrarse. Abrieron un expediente. Identificaron un patrón. Y luego, como siempre, lo archivaron.
Yo no me rendí. Tomé ese patrón, lo usé como pista y lo convertí en un plano. Y sobre él, construí la sonda.
Anoche, releí la primera.
«Hola, pequeñita de luz.
¿Jugaste hoy con Pequi, la perrita que ronca como tractor?
Te extraño con cada átomo que todavía me pertenece.
Papá».
Tenía siete años cuando la recibí. Fue la primera.
Quería contestarte que Pequi ya había sido dormida por el veterinario, tres años antes. Lloré tanto por no poder decírtelo, que se me mojaron los calcetines.
Al principio, mamá pensó tantas cosas respecto a tu carta: que alguien la había falsificado para consolarme o que era una broma cruel. Pero mencionabas cosas que solo tú, ella y yo sabíamos: el dibujo secreto bajo la almohada, la vez que me dijiste que, si el amor tuviera forma, sería un puente de estrellas. Y siempre repetías cuánto nos extrañabas.
A los diez años llegó otra. Luego, a los dieciséis. Después, a los veintitrés. Y en todas... tú seguías igual. Como si el tiempo no pasara para ti. Pero para mamá y yo, sí.
Tus cartas se volvieron hogar. No estabas... pero estabas.
Decías que el tiempo allá no camina: flota. Que veías colores que cantaban y estrellas que lloraban luz. Y yo... no podía vivir con la duda. Tenía que intentarlo. Tal vez, con suerte, podrías responderme.
Por eso construí la sonda. No sabía si me estaba volviendo loca, o si había heredado de ti esa forma de amar lo que no se puede comprobar. Pero igual que tú cruzaste el universo, yo crucé la duda y lancé el mensaje:
«Papá, soy Lía.
Ya no soy una niña.
Construí esto para ti. Para alcanzarte.
Tal vez no reconozcas la forma física en la que llegue este mensaje.
Pero si puedes... respóndeme».
Esperé dos días enteros sin dormir. Pensaba en todo lo que jamás te dije y que, si funcionaba, al fin podría decirte. Pensé también en todo lo que dolía: crecer sin ti, el miedo a que fueras solo un eco,...la terca esperanza de que tu silencio aún escondiera una respuesta.
Y entonces... pasó. Un haz de partículas inestables vibró en la antena cuántica de la sonda. El patrón era idéntico al de tus cartas. Como si el universo, por fin, estuviera traduciendo lo que llevabas años intentando decirme. Di un clic temblando... y se abrió:
«Lía…..
Recibí tu mensaje. Aquí, el tiempo no tiene suelo. Pero hoy, por primera vez... sentí que algo me anclaba. No sé si aún existirás de forma humana en la Tierra cuando leas esto. Pero si lo haces, quiero que sepas: Fuiste mi norte incluso cuando perdí el mapa. Ser tu padre fue mi misión más sagrada. Y si algún día ves una estrella titilar más de la cuenta... soy yo, lanzándote un: te amo».
Sentí que algo dentro de mí se rompió con suavidad. Como si una versión mía de siete años aún con los calcetines mojados se deshiciera en silencio.
Y entonces terminó. La computadora emitió una alerta final:
«Anomalía detectada: mensaje codificado en tiempo invertido.
Año de emisión: 2178.
Año de recepción: 2025.
Vínculo cerrado».
Me quedé sin aire. ¿Fue su última carta? ¿Solo estaba esperando a que yo lo encontrara?...
Nunca lo voy a saber. Pero hay algo que sí sé. Algo que ni la física cuántica puede desmentir: las cartas de papá no cruzaban el tiempo, cruzaban el amor.
A veces, me siento en la azotea del observatorio y busco la estrella que titila de más. Y cuando la encuentro, le sonrió.
No porque lo perdí. Sino porque un día, su voz cruzó siglos... y me enseñó que un buen padre nunca se va.
Solo aprende a quedarse de maneras que la ciencia aún no comprende, pero el amor sí.
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